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Uni

Pagamos el precio acordado y un rickshaw nos llevó al lugar en cuestión, en el mismo Varkala pero muy alejado de donde nos hospedamos. Es una población muy grande, y por supuesto mucho más interesante que la zona de playa para turistas.



Entramos en el recinto de una casa con jardincito. Había tres hombres cuidando al animal. El elefantito, que era muy pequeño para lo que nos esperábamos, estaba atado por la pata trasera a un palo con una cadena, como si fuera un perro. En cuanto lo vimos, se nos quitaron las ganas de montarlo. El pobre animal no se podía ni mover, y el espacio donde estaba era enano para un ser tan grande. Se balanceaba hacia los lados, y cuando preguntamos por qué hacía eso, nos dijeron que estaba jugando. El taxista nos hacía de intérprete, porque era el único que hablaba inglés.



Hicieron que se tumbara para limpiarle el lomo con un haz de paja, ¡y querían que nos subiéramos las dos a pelo y a la vez! En fin, una silla no nos iban a poner, pero subimos de una en una. Raquel estaba muy asustada, se montó la primera y duró diez segundos. Yo fui hasta la esquina de la calle, pero me faltó muy poco para caerme. Hay que subir descalzo, apoyándose en la rodilla del elefante, y una vez arriba se sienten todos los movimientos de las patas delanteras. Uno se va hacia delante, por más que te intentes sujetar a la cuerda y la correa de metal que lleva al cuello, no hay estabilidad. 

Me bajé de mala manera y no quise subir más porque me pareció muy peligroso, y eso que sólo anduvimos por la carretera, sin bajadas ni subidas. En la casa le dimos de comer: uno de los cuidadores le ponía enormes bolas de arroz en la boca, y nosotras le dimos plátanos, con cáscara y todo. Era precioso; se llamaba Uni. Tenía diez años, es decir, era jovencísimo, ya que viven un centenar. En la cabeza tenía unos cuantos pelos muy largos y duros, y las orejitas cortas y gachas, no como los africanos. Pregunté si lo aparearían, pero al pobre no le van a dejar tener crías ni nada, en total cautiverio. No deberían vender atracciones así a los turistas. Es indignante.




 
En el camino de vuelta, el taxista, muy
amablemente y por su cuenta, nos paró para que viéramos un paisaje junto a la Black Beach, una playa de arena negra; y un templo de Durga.










Le pedimos que nos dejara en la estación porque, como siempre, nos olvidamos de preguntar los horarios a la llegada. Bueno, en realidad salvo escasas excepciones el horario les importa un pepino, pero al menos para hacernos una idea. Queríamos además dar una vuelta por el pueblo, pero al final no pudimos porque empezó a llover a mares de nuevo. Cosas de los monzones. 






Nos atechamos como pudimos en un puestecito cerrado, cuando pasó un rickshaw y lo tomamos para volver al hotel. El conductor era un chico de 20 añitos, Nifaba; guapísimo, pero no hablaba apenas inglés y tampoco debía llevar mucho tiempo conduciendo el rickshaw, porque no sabía dónde estaba nuestro hotel. El chaval era un seductor nato, condujo la mitad del camino mirando hacia atrás para hablar con nosotras, incluso paró el vehículo y nos dijo que probáramos a conducir nosotras (¡!), y aunque Raquel quería probar, estaba lloviendo demasiado y había tráfico, amén del estilazo que tienen los indios conduciendo... un peligro público. Nos hicimos una foto con él en el parking de la zona de tiendas que hay al lado del hotel, por no hacerle dar más vueltas buscando el camino. Por supuesto, nos pidió las fotos cuando las reveláramos, nos dio su dirección y se despidió de nosotras besándonos las manos varias veces. Nos morimos de risa. Este tipo de conductas es graciosa como anécdota, pero ni loca mantendría correspondencia con alguno de estos pretendidos donjuanes. Ocurre muy a menudo en los países del Tercer Mundo, quieren una dirección en Occidente en la que poder presentarse en caso de que consigan llegar hasta allí, y puede ser muy peligroso.

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